Voluntarios Destacados

Arturo Villarroel Garezón

Nació en octubre de 1839, a bordo de la goleta La Chilena, cuando su padre, don Emiliano Villarroel, industrial maderero y su madre, doña Catalina Garezón, irlandesa asentada en Estados Unidos, navegaban por razones de trabajo en los mares de Chiloé.

Conoció las primeras letras en una escuela de Valparaíso y en 1851 ingresó a un Colegio Superior en Lima, Perú, ciudad donde conoció a Francisco Bilbao, con quién inició una larga amistad.

En 1852, estando de vacaciones en el Callao, pidió que lo admitieran en un barco que llevaba una expedición guerrera a Ecuador. A bordo de este barco, una bomba explotó en cubierta y le destrozó dos dedos de su mano derecha. Ya recuperado de su condición, se dirigió a Guayaquil donde combatió en el bando del general ecuatoriano don Juan José Flores.

Desempeñándose en actividades comerciales, tuvo conocimiento que un velero de tres palos se iba a dirigir desde el Perú al Oriente, y sin pensarlo dos veces, se embarcó en él, recorriendo toda la China. Más tarde iría a California, Australia y Nueva York.

Cuenta don Mariano Cristi en su publicación Lectura Patriótica, editada en 1887, que, estando Villarroel en Nueva York, presenció cómo se declaraba un incendio en lo alto de un edificio. “El fuego avanza amenazando abrazarlo todo. De pronto, en una ventana de los pisos superiores apareció, pidiendo socorro, una mujer con dos niños en sus brazos. Los curiosos allí congregados, pese a su desesperación, miraban impotentes ese desgarrador cuadro, sin atreverse a tomar ninguna determinación. En ese instante, Villarroel pide un trozo de género, lo empapa en agua y con él se envuelve el pelo, e ingresa resueltamente al edificio, llevando consigo en su mano otro pedazo de trapo saturado en agua. Transcurrieron algunos minutos cuando los curiosos comenzaban a temer lo peor, en medio de un grito de asombro, aparece el valiente e intrépido joven conduciendo, sana y salva, a la mujer y sus dos hijos.

Palabras de júbilo premian el coraje del salvador, el que en breves minutos desaparece silenciosamente entre la multitud. ¿Quién era?, nadie lo sabía. Sólo tres días más tarde, la prensa identifica al héroe, informando a grandes titulares que se trata de un chileno, llamado Arturo Villarroel Garezón.

Después de doce años fuera, en 1861 regresó a Chile, dejando en todas las latitudes grandes amigos de todos los niveles sociales.

Organiza e impulsa obras de beneficencia y Sociedades Cívicas.

El 8 de diciembre de 1863, siendo testigo del pavoroso incendio del Templo de la Compañía, actuó valerosamente desafiando las llamas y prestando heroico auxilio, salvando varias vidas.

Días más tarde, impulsado por su generoso espíritu, fue uno de los primeros en acudir al llamado que don José Luis Claro hace en el diario El Ferrocarril el día 11 del mismo mes.

De esta manera, el Cuerpo de Bomberos de Santiago lo contó entre sus fundadores. Ingresó a la Compañía Guardia de Propiedad porque consideró que la labor a la cual estaba destinada esta Unidad se adaptaba a su temperamento. Quedó registrado bajo el Nº21.

Convertido en entusiasta colaborador, en 1868 y 1869 sirvió el cargo de Tesorero.

El 8 de diciembre de 1870, siendo Teniente Segundo, junto al Teniente Tercero, don Germán Tenderini y Vacca, son los primeros en acudir a combatir el voraz incendio que destruía el Teatro Municipal y en compañía del funcionario Santos Quintanilla, se internaron hasta el escenario, foco del fuego, procediendo a cortar el gas, desunir cables y proteger los telones. Pero ya semiafixiados por el espeso humo y los gases tóxicos de las pinturas, sólo él pudo alcanzar la salida. Tenderini y Quintanilla cayeron en la acción, pasando a inscribir sus nombres en el libro de oro de la eternidad.

Al día siguiente, al hacerse cargo de la Guardia Semanal de Cuartel, escribió en el Libro de Novedades una viva y elocuente descripción de las circunstancias en que Tenderini caminó hacia la Gloria.

Sin desatender el compromiso contraído con su Compañía, se dedicó a catear minerales, hasta que decidió viajar nuevamente a Estados Unidos, país del cual regresó en 1872.

De este viaje regresó sin obtener ningún beneficio personal, pero sí adquirió, con su propio dinero, seis mil volúmenes de obras de todo género, las que donó y distribuyó en bibliotecas y organizaciones benéficas nacionales.

En 1879 se inició la Guerra del Pacífico, y al llamado de la Patria, Villarroel se ofreció como mensajero y explorador avezado.
La pampa quedó asombrada ante la hazaña de este ex minero. Vicuña Mackenna dijo: Apareció como una visión de la camanchaca en el campamento chileno. Abría el camino a los regimientos de la Patria con sus prodigiosas manos, una de ellas incompleta, y sin ruido se acercaba a las bombas explosivas y, una a una, las desactivaba de sus mortíferas instalaciones.

El 7 de junio de 1880, el coraje de los soldados chilenos asombró al mundo al iniciar el glorioso Asalto y Toma del Morro de Arica, fortaleza totalmente minada y considera inexpugnable por la fuerzas peruanas.

Pero Villarroel, durante tres noches anteriores, acompañado por un puñado de valientes, arrastrándose en las tinieblas, logró inutilizar gran parte de las minas explosivas. Sin embargo, varias de ellas aún quedaban activas y al iniciarse el ascenso, además de soportar una lluvia de balas, los soldados volaban destrozados al estallar la dinamita diseminada en el terreno.

Fue en esos momentos cuando Villarroel demostró una vez más su valor, audacia y sangre fría, desafiando la muerte al colocarse a la cabeza de los atacantes para ir descubriendo con admirable tacto los alambres que accionaban los temibles explosivos.

Con su ejemplo, los soldados chilenos al mando del Coronel Lagos centuplicaron sus energías avanzando arrolladoramente, y cual ciclón, en espantosa carga de bayonetas, conquistaron el Morro en menos de 45 minutos.

Por su heroísmo, Villarroel recibió, en el mismo campo de batalla, el grado de Capitán de Pontoneros, el que sirva Ad-honoren. Y como personaje de Homero, siempre a la vanguardia del Ejército, continuó avanzando hacia Lima, destruyendo minas, haciendo aguadas para las tropas y caballares, batiéndose a tiros con soldados y montoneros peruanos, siempre sonriente y sin miedo.

En la marcha de Pisco a Lurín encabezó el grupo de soldados que iba delante de la división Lynch. El Coronel Lagos recibió de ellos 435 bombas enemigas desarmadas.

En la toma del Morro del Solar, la sangre corrió a ríos ya que este Morro no sólo era una ciudadela erizada de cañones, sino que era defendida por las tropas peruanas, además de centenares de baterías eléctricas que, a la más mínima presión, se convertían en una tempestad de fuego. Con todo, la victoria coronó la tenacidad y valor de los chilenos, siempre acompañados por Villarroel, quién nuevamente resultó incólume.

En Miraflores, batalla que abrió a las tropas victoriosas las puertas de la ciudad de los Virreyes, las minas eran manejadas a distancia, cosa que no preocupó al ya famoso Capitán Dinamita. Todos fueron testigos de cómo avanzaba gateando o deslizándose por atrevidas pendientes, en medio de una terrible balacera, para cortar a corvo los alambrados.

En el ataque a una fortificada trinchera, un infante que avanzaba junto a él pisó una mina y ambos cayeron. Villarroel no pudo levantarse pues tenía ambas piernas semi destrozadas, terminando finalmente con una pierna amputada.

Al regreso de las tropas vencedoras a Santiago, Villarroel cabalgaba frente a su batallón con la espada fulgurante en alto y sus dos muletas en el arzón de la silla. El pueblo lo vitoreaba frenético, bautizándolo como el General Dinamita. Las madres, a su paso, levantaban en brazos a sus hijos y les decían: ¡Míralo, ese es el General Dinamita, tal vez hoy, gracias a él podrás besar y abrazar a tu padre!

Nuevamente en la vida civil y superando su condición de lisiado, volvió a sus antiguas actividades mineras en Batuco y Tiltil sin descuidar su aporte y cooperación a las obras culturales, cívicas y patriotas. Fue uno de los más decididos defensores de los patriotas cubanos que morían luchando por la libertad de su Patria.

Por su rectitud y honorabilidad sin tacha, llegó a ser director de un valiente diario llamado La Ley.

Posteriormente y apoyado por el Gobierno, instaló en calle Bascuñán al llegar a la Alameda un taller destinado a desarmar los miles de proyectiles que quedaron sin utilizarse en la guerra. Pero desgraciadamente, el 5 de diciembre de 1884 el taller volaba por una explosión provocada por el descuido de un operario. En dicha explosión fallecieron tres mujeres y un niño, escapando mal herido Villarroel.

En 1904 fue designado miembro honorario del círculo de Jefe y Oficiales en retiro del Ejército. Cansado y enfermo, su espíritu ágil y emprendedor abandonaron su cuerpo y muere pobre y olvidado un 30 de mayo de 1907.

En el Libro de Guardia de la Sexta Compañía se anota lo siguiente:

Jueves 30 de mayo de 1907, a las dos de la madrugada fallece, después de una penosa y larga enfermedad, sobrellevada con paciente energía y resignación, el Voluntario Fundador y Honorario de la Compañía, el abnegado patriota y entusiasta colaborador don Arturo Villarroel Garezón.

Al tenerse noticia de tan lamentable desgracia, el Capitán y el Ayudante de la Compañía se trasladaron al domicilio del extinto a fin de transmitir las sentidas condolencias a nombre de la Sexta. Inmediatamente se citó a reunión extraordinaria para esta noche a las 20:30 horas, la que estuvo presidida por el Director don Arturo Claro Correa quien, en sentidas frases, hizo justiciero elogio de las grandes virtudes cívicas y privadas de nuestro distinguido compañero. Después de un cambio de ideas, se tomaron los siguientes acuerdos:

El viernes 31 de mayo a las 19:30 horas sus restos son trasladados desde su domicilio hasta el Cuartel General, donde se levantó la capilla ardiente en el Salón de Sesiones del Directorio.

En el campo santo hace uso de la palabra el joven voluntario don Héctor Arancibia Laso, quien dice:

“Ese murmullo triste y monótono que parece venir presuroso de las copas de los cipreses que adornan esta casa de los muertos, es el tañido lúgubre de la campana del dolor que nos llama hoy al borde de la tumba.
Es el sonido melancólico de esa campana que hace reunirnos aquí tan a menudo a derramar la última lágrima, a decir el último adiós al compañero que abandona nuestras filas para no volver jamás.

Siempre es triste, señores, para los que quedan, venir aquí a despedir a los que se van, pero hay veces en que el dolor agobia, el pesar es tan inmenso que la idea abandona la mente y la palabra enmudece los labios.

Como tener palabras y frases para expresar con enérgica elocuencia, las bondades, el carácter, el altruismo y la serenidad ante el peligro, del que fuera don Arturo Villarroel Garezón.»